
Por Elio Ortega Icaza
Las cárceles del Ecuador, reflejan quizá la fractura más dolorosa de nuestro Estado de derecho. Entre muros agrietados y pabellones hacinados, la tuberculosis, las enfermedades respiratorias crónicas y otras afecciones se propagan como una condena adicional para quienes ya purgan una sentencia.
Esta precariedad sanitaria no es un accidente: es el resultado de años de abandono estructural, presupuestos insuficientes y una indiferencia que se ha vuelto costumbre.
La Constitución de la República del Ecuador, en su artículo 32, proclama que “la salud es un derecho que garantiza el Estado, cuya realización se vincula al ejercicio de otros derechos”.
Con derecho a la salud
El artículo 51 refuerza que las personas privadas de libertad poseen el derecho irrenunciable a la salud integral y a una vida digna, deber que el Estado no puede delegar.
Además, la misma Carta Magna prohíbe expresamente el hacinamiento carcelario, reconociendo que el afinamiento en los centros de reclusión constituye una violación de derechos humanos y un atentado contra la salud pública, la cual es, en todo momento, responsabilidad indelegable del gobierno.
Como recuerda el jurista ecuatoriano Ramiro Ávila Santamaría, “los derechos no se suspenden en prisión; al contrario, la obligación de garantizarlos se intensifica”.
En el plano internacional, el artículo 5 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José) establece que toda persona privada de libertad debe ser tratada con el respeto debido a su dignidad.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 25) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 10.1) coinciden en que el encierro no puede transformarse en una sentencia de enfermedad.
Obligación reforzada
Para Juan Méndez, ex Relator Especial de la ONU sobre tortura, “la salud en prisión es una obligación reforzada; el Estado se convierte en custodio de la vida misma de los internos”.
La Corte Constitucional del Ecuador, en sentencias como la No. 080-18-SEP-CC, ha subrayado que negar atención médica en los centros de reclusión es una violación directa de derechos fundamentales, que incluso acarrea responsabilidad internacional.
El país necesita, con urgencia, una política penitenciaria integral que ponga la salud en el centro, garantizando diagnósticos oportunos, tratamientos continuos y un compromiso estatal firme. No se trata de caridad, sino de cumplir compromisos jurídicos y morales.
La dignidad humana no se suspende tras las rejas. Ignorar el sufrimiento de quienes no pueden alzar la voz no solo agrava la crisis penitenciaria: socava la esencia misma de nuestra democracia y de nuestra humanidad colectiva. El tiempo sigue su marcha, y la historia juzgará la indiferencia. (O)
