
Por Elio Ortega Icaza
En toda sociedad que aspire al desarrollo, el talento debería ser motivo de orgullo colectivo. Sin embargo, con frecuencia ocurre lo contrario: quien sobresale es observado con recelo, cuestionado sin argumentos y, en no pocos casos, deliberadamente limitado.
Esta conducta, conocida en el ámbito cultural y psicológico como síndrome de Procusto, revela una profunda dificultad para convivir con la diferencia y el mérito ajeno.
La metáfora proviene de la mitología griega. Procusto, obligaba a sus huéspedes a ajustarse a la medida exacta de su lecho, sin importar el daño causado.
Hoy, ese lecho simbólico representa la rigidez mental de quienes solo aceptan lo que se parece a ellos mismos. Todo lo que desborda el molde establecido incomoda, y por ello debe ser recortado, silenciado o desacreditado.
Este fenómeno se manifiesta en múltiples escenarios: en instituciones que desconfían de las ideas nuevas; en espacios laborales donde se frena al profesional preparado por temor a perder poder; en entornos educativos que castigan la creatividad; y en comunidades donde el progreso individual es interpretado como arrogancia.
Bajo discursos de igualdad mal entendida, se impone la uniformidad y se normaliza la mediocridad. Las raíces de esta conducta suelen encontrarse en la inseguridad personal, el miedo al cambio y una débil formación ética. En lugar de reconocer las propias limitaciones y aprender del otro, se opta por minimizar sus logros. Así, se confunde autoridad con control y liderazgo con imposición.
Las consecuencias sociales son profundas. Se desalienta el esfuerzo, se empobrece el debate cultural y se frena la innovación. Una sociedad que recorta a sus mejores talentos termina condenándose al estancamiento. No puede haber desarrollo sin pensamiento crítico, ni justicia sin reconocimiento del mérito.
Superar esta realidad exige una transformación cultural basada en la educación, la empatía y el respeto por la diversidad humana. Celebrar el talento ajeno no debilita, fortalece. Reconocer al otro no resta valor, lo multiplica. El verdadero progreso nace cuando comprendemos que no todos debemos medir lo mismo para caminar juntos.
Desde esta reflexión, el desafío es claro: construir espacios donde la diferencia no sea castigada, sino valorada; donde el talento no sea una amenaza, sino una oportunidad colectiva para crecer como sociedad. (O)
