
La detonación de una carga explosiva la madrugada de ayer domingo en Guayaquil que dejó como saldo cinco muertos y una veintena de heridos, desencadenó una verborrea de acusaciones entre el Gobierno Nacional y el Municipio de Guayaquil. Los representantes de ambas entidades se dijeron del mal que iban a morir, pero ninguno presentó soluciones urgentes e inmediatas a la necesidad de seguridad que clama el pueblo.
El Gobierno, con una tibia declaración de estado de excepción por 30 días, cree que va a solucionar el grave problema de seguridad, como ellos dicen, heredado de gobiernos anteriores.
Luego en rueda de prensa, el Consejo de Seguridad oficial, emitió los mismos criterios recurrentes de echarle la culpa a todos y no mirar casa adentro. Ahí está el problema. Nadie toma decisiones, creen que, sentándose a la mesa a dialogar, a tomar café, agua y estar bajo el amparo del aire acondicionado, ya está la solución.
Se escudan, además, en el respeto a los derechos humanos, a la autonomía de los poderes del Estado, pero, parece, que no están enterados que están matando a la gente, que son los ciudadanos los que ponen los muertos, los que sufren las consecuencias de un descontrol que cada día se va asentando en el país y no quieren (o no pueden) buscar soluciones a la conflictividad social y económica por la que atraviesa el país.
Esto por parte del Gobierno que pidió mesura a la alcaldesa Cynthia Viteri y, también como es su acción, la acusó de no hacer nada por la seguridad de Guayaquil y que su partido, el Social Cristiano, ha gobernado la ciudad por 30 años y, entre líneas, la acusó de ser parte de esa degradación delincuencial.
Mientras los asambleístas miran de lejos los toros y hacen como Poncio Pilatos, lavarse las manos y defender lo indefendible. (O)
