
Por Elio Ortega Icaza
Hoy, en tiempos de crisis sociales, políticas y económicas, la palabra resiliencia, se ha convertido en un concepto recurrente en discursos académicos, jurídicos y hasta cotidianos. Pero cabe preguntarnos: ¿es la resiliencia una realidad alcanzable o una utopía que sirve solo como consuelo?
La resiliencia, entendida como la capacidad del ser humano para sobreponerse a la adversidad y proyectarse hacia nuevas metas, no es solo una virtud personal, sino también un principio social con relevancia jurídica.
En el artículo 66 de la Constitución de la República del Ecuador, se reconoce el derecho a la integridad personal, tanto física como psicológica, lo que implica la posibilidad de reconstruirse frente al dolor o la pérdida.
Asimismo, el derecho a la vida digna y al libre desarrollo de la personalidad (artículos 66.1 y 66.17) son la base para que el individuo y la colectividad puedan adaptarse y superar los obstáculos de manera constructiva.
La Carta Universal de Derechos Humanos en su artículo 1 recuerda que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Esa igualdad esencial es el primer peldaño de la resiliencia social: ninguna adversidad puede justificar la negación de la dignidad humana.
Por su parte, el Pacto de San José de Costa Rica (Convención Americana sobre Derechos Humanos) establece en su artículo 5 el derecho a la integridad personal y en el artículo 11 la protección de la honra y la dignidad.
Estos instrumentos internacionales refuerzan la idea de que el ser humano, aun en la adversidad, merece protección para encontrar nuevas oportunidades.
Ahora bien, ¿cómo transformar la resiliencia de una utopía a una realidad cotidiana? No basta con discursos motivacionales. La resiliencia requiere políticas públicas que garanticen salud mental, educación de calidad y empleo digno, pero también una actitud individual que se nutra de la solidaridad, la esperanza y la fe en la justicia.
Vivir en paz, significa aceptar que las crisis son parte de la vida, pero también reconocer que existen marcos constitucionales y universales que protegen nuestra dignidad. La resiliencia no es resignación: es la capacidad de transformar el dolor en fuerza y la pérdida en oportunidad.
Quizá la resiliencia, no sea una utopía, sino un camino arduo que exige compromiso personal y colectivo. En ella se encuentra la clave para reconstruirnos y seguir creyendo en un futuro más justo y humano.
¡Y el tiempo sigue su marcha…! (O)
